Zanzíbar a nado

300 kilómetros de paraíso marino

Zanzíbar a nado

250 kilómetros de paraíso marino

Inicio: 1/02/2018 – Finalización: 21/02/2018

¡Vaya, vaya, que aquí si hay playa! Durante mi vuelta al mundo en bicicleta pude visitar la paradisiaca isla de Zanzíbar, en Tanzania. Llevaba tiempo con una idea metida en la cabeza, otra aventura única: dar la vuelta a una isla nadando!

El 21 de enero de 2018 comencé un reto que me llevó hasta las azules aguas del archipiélago de Zanzíbar, para bordear nadando la isla de Unguja. Mi única asistencia en el agua durante los 300 kilómetros previstos, fue Chanquete, un salvavidas reglamentario al que fijé varias bolsas estancas para transportar mi equipo de viaje, y que llevaba atado con una cuerda a un arnés a mi cintura.

El viaje comenzó en Nairobi, donde pude visitar la Universidad y conocer más sobre The South Face. Conocí a Phyllis Kaingu, que acababa de iniciar los estudios de Enfermería gracias a una beca impulsada por Glenfiddich España. También conocí a otras dos estudiantes del programa de becas: Dorothy Wasike, cursando 4º de Medicina, y Masinde Lydiah Faith, cursando 4º de Ingeniería Mecánica.

Fue muy inspirador conocer las historias de superación que hay detrás de estas mujeres, que a través de sus estudios buscan convertirse en agentes de cambio social para ayudar a su comunidad.

Desde Nairobi puse rumbo a Mombasa viajando en tren, y después entré en Tanzania en dala dala, una furgoneta sin ventilación en la que íbamos apiñados 14 personas, para finalmente llegar a un pequeño puerto pesquero que conocí durante mi vuelta al mundo en bicicleta, Kipumbwi.

Allí hablé con el capitán de un Dhow y embarqué de madrugada en el pequeño velero, para llegar con el amanecer al puerto de Mkokotoni, en la costa noroeste de Unguja. Con el último dala dala me asenté en Nungwi, en la punta norte de la isla.

En Nungwi, estuve unos días ultimando los preparativos para arrancar la aventura. Hice unas pequeñas compras y organicé mi escaso equipo de viaje: material de natación, tienda, saco de dormir, aparatos electrónicos, botiquín y bolsas estancas para transportarlo todo.

Con Chanquete preparado y listo para irse al agua, establecí mi kilómetro cero en el mástil de la cancha de volleyplaya, y la mañana del 1 de febrero inicié esta apasionante aventura con dirección suroeste.

 

Las jornadas a nado hasta llegar a Stone Town no fueron fáciles, pero la ilusión por hacer realidad este sueño siempre es una importante herramienta. Pronto me acostumbré a tirar de Chanquete y aprendí a desenvolverme con las corrientes y las mareas. En las pequeñas aldeas es donde encontraba el mayor apoyo, donde encontré sinceras muestras de afecto y donde volví a sentir la hospitalidad africana. Continué el viaje yendo cada día al agua con la misma pasión, agradecido por estar viviendo experiencias irrepetibles y enfrentando nuevos obstáculos, hasta que en la decimocuarta etapa, en el kilómetro 106 a nado, encontré un problema que no pude superar.

El final inesperado

El último día que estuve en la playa de Fumba, varios oficiales de inmigración me estuvieron interrogando durante varias horas para saber todo sobre mi viaje. Todo quedo bien, me dijeron que podía continuar nadando sin problema, y uno de ellos se despidió diciendo: mucho ánimo, te admiro, eres muy valiente. Ese mismo oficial con el que me despedí de buen rollo, a los dos días mientras estaba nadando tan felizmente, me interceptó con una lancha de la marina tanzana junto con otros nueve oficiales. Me obligaron a subir a bordo bruscamente, me llevaron a Stown Town a toda velocidad donde un coche esperaba para llevarme a la oficina central de inmigración. Allí me interrogaron durante cinco horas y me acusaron de nadar en aguas militares. En realidad, era una bahía de pescadores y gente tranquila, donde no hay ninguna base militar y por donde hace dos días el oficial me dijo que podía nadar sin problema.

Después del interrogatorio, de registrar todas mis pertenencias, revisar todas mis fotos y archivos personales, me dijeron que teníamos que ir a otra oficina. Me subieron a un coche y me llevaron a la comisaría donde me encerraron en un calabozo con tres delincuentes locales. Allí pasé encerrado 15 horas, bebiendo agua sucia, casi sin comer, descalzo, cubierto por la mugre, envuelto por la oscuridad, acribillado por los mosquitos y respirando un aire espeso, una mezcla de orina y heces. Los otros presos, una vez soborné a uno de los policías para que les comprara cigarrillos, resultaron ser bastante agradables y se desenvolvían bien hablando inglés.

Por la mañana, me sacaron del calabozo y me llevaron otra vez a las oficinas de inmigración donde me volvieron a encerrar. Esta vez la celda era más higiénica y pude usar el móvil. Cuando volvieron a interrogarme llegaron sus escusas para deportarme: estabas nadando en aguas militares (no había ninguna base y el oficial me aseguró que podía nadar), no tienes billete de vuelta (lo compro ahora mismo para volver en tres semanas), no queremos que te ocurra algo y por eso no puedes nadar (soy aventurero profesional y ¿A qué turista no le dejáis bañarse en la playa? ¿Quieres que no me pase nada y me encierras en un calabozo?). Y llegó la definitiva: un turista no puede hacer lo que tú haces, solo ir al hotel y hacer safaris contratados.

La pregunta más estúpida que me hicieron fue que si soy español, por qué no tengo visado de España en mi pasaporte. En mi vida he conocido un organismo público más incompetente y corrupto. Una mafia de extorsionadores que a más de uno han hecho de su viaje un infierno.

 

Solo tengo palabras de agradecimiento para la embajada española, el consulado, para Glenfiddich, a familia, amigos y pareja, a quién escribí vía whatsapp antes de que me encerraran y que movió cielo, tierra, mar y lava volcánica para que me dejaran en libertad.

Es una lástima que una isla orientada al turismo, el ocio marino y el submarinismo, sea representada por esta panda de mafiosos. Nada que ver con la gente local, adorables y hospitalarios, que en todo momento me han recibido con los brazos abiertos a lo largo de los 106 kilómetros de costa que pude nadar.

Ningún mar en calma hizo experto a un marinero.